Lesbia Maris
Ejecutiva de evaluación de impacto en CAF
Los gobiernos se enfrentan en todo momento a decisiones sobre cómo utilizar los recursos públicos: ¿cuánto dinero gastar en educación y de qué forma hacerlo? ¿Más profesores o profesores mejor formados?
Idealmente, esta y todas las decisiones de política pública deberían estar fundamentadas en gran medida en el conocimiento disponible sobre lo que funciona y lo que no funciona; sin embargo, la realidad es muy distinta: el peso de la evidencia científica en el proceso de decisión no suele ser elevado. Como es palpable en la realidad, los estados continúan teniendo retos tremendos para mejorar la calidad de vida de las personas. Por mencionar solo un ejemplo, aún en 2015 más de 90 millones de niños en todo el mundo continúan sufriendo de desnutrición severa (ONU).
A pesar de la gran cantidad de recursos que se invierte en investigación académica alrededor del mundo (aproximadamente el 2% del PIB mundial), sucede muchas veces que las preguntas que la ciencia responde no necesariamente son las preguntas que tienen los responsables de ejecutar la política pública.
También en muchas ocasiones suele obviarse el hecho de que durante el proceso de política pública se genera una parte importante del conocimiento necesario para gestionar los servicios públicos. Por ejemplo, con la gran cantidad de información automatizada que se genera, actualmente es muy sencillo para cualquier institución de administración de impuestos analizar sus propios datos para saber qué métodos de recolección funcionan mejor y cuáles deben ser eliminados. En general, cada instancia de implementación de una iniciativa pública es una oportunidad para aprender sobre su efectividad. Quizás por esta misma razón, la comunidad internacional se ha esforzado en promover la generación de evidencia a través de evaluaciones de impacto metodológicamente rigurosas de los programas públicos, así como la toma de decisiones de política pública con base en esta evidencia (evidence-based policymaking).
Los datos, sin embargo, revelan que la generalización de estas prácticas sigue siendo modesta, especialmente en América Latina. Mientras que 76% de las evaluaciones de impacto publicadas entre 1995 y 2011 evaluaron programas públicos, en solo 4% el gobierno participó en la realización de la evaluación, según un trabajo del CEDLAS. Lo que esto demuestra es que instituciones de política pública no aprenden como sería necesario ni utilizan su propia experiencia para mejorar la calidad de sus políticas. Si suponemos que mayor y mejor conocimiento se traduce siempre en una mejor gestión y que el conocimiento generado internamente es especialmente idóneo para el formulador, ¿qué impide entonces que se hagan esfuerzos por aprender de la propia acción de política a través de evaluaciones de impacto, o de resultados, o de procesos, entre otras muchas estrategias de aprendizaje?
Una cuestión de riesgos
Una forma de enfrentarnos a esta pregunta es pensar en los incentivos que tienen los servidores públicos para evaluar sus decisiones. Para empezar, el formulador enfrenta grandes incertidumbres sobre cómo puede beneficiarle o perjudicarle la decisión de evaluar rigurosamente una iniciativa. Una evaluación cuidadosa puede descubrir problemas básicos en la implementación de los programas, o puede mostrar que el programa tiene efectos menores de lo que se esperaba o de lo que las autoridades prometían e incluso efectos contraproducentes.
Por el lado de los beneficios potenciales, si la evaluación muestra resultados positivos el beneficio político puede ser muy grande. También puede ocurrir que el conocimiento generado contribuya a mejorar la calidad de la gestión pública propia, así como la de otros formuladores. La evaluación del Programa Primer Paso en Argentina permitió descubrir oportunidades para refocalizar el subsidio al primer empleo juvenil y por tanto aumentar el impacto del programa. Estos hallazgos son útiles no solo para los implementadores en Córdoba, sino para cualquier organismo que esté pensando en políticas para aumentar el empleo juvenil.
Por tanto, no es la falta de consciencia sobre la importancia del conocimiento propio lo que impide que los estados aprendan de lo que hacen, es el riesgo de generar ese aprendizaje. Cualquier estrategia efectiva de promoción de la generación de evidencia en el sector público pasa de manera crucial por reducir la incertidumbre y los costos que enfrenta el formulador al decidir evaluar. Una implicación (no tan trivial como parece) es que necesitamos que se hagan más evaluaciones: esto ayudará a disminuir no solo la incertidumbre sobre los costos políticos, sino también estos últimos. Más evaluaciones ayudarían a generalizar una cultura en la que los resultados de una evaluación no solo sirven para rendir cuentas, y por tanto como base para castigar al formulador, sino también para aprender de los errores y formular mejores políticas en el futuro. Las políticas fallidas, aunque (ex-post) resultan costosas en términos de recursos desperdiciados, a largo plazo terminan brindándonos conocimientos incluso más valiosos que los que nos pueden brindar las políticas exitosas.
Una forma menos arriesgada de aprender
Las evaluaciones de políticas de gestión, por su parte, también constituyen esfuerzos en los que los costos políticos potenciales son menores ya que el formulador no necesariamente enfrenta un riesgo electoral. Pensemos, por ejemplo, en la evaluación de un esquema de pago por desempeño para empleados públicos.
También organizaciones multilaterales y no gubernamentales pueden ayudar a fomentar la evaluación y la experimentación como una herramienta de gestión, no solo a través de apoyo técnico y financiero, sino también como requisito para la obtención de financiamiento. Exigir evaluaciones puede ayudar a promover el uso eficiente de los recursos a través del aprendizaje
Un sistema ideal de aprendizaje probablemente no existe. Por un lado, hay que tener en cuenta que la innovación y el aprendizaje son esfuerzos a veces denostados, y mucho más en el sector público donde la vorágine pocas veces deja tiempo para la reflexión y el ajuste de procesos. Por otro lado, no es claro que todas las decisiones de gestión pública puedan o deban evaluarse. A la luz de esto, tampoco es totalmente cierto que la solución sea instalar sistemas públicos de gestión que exijan evaluaciones de todo lo que se haga.
En nuestra opinión, lo anterior más bien muestra que para consolidar un estado que aprende es necesario empezar ya mismo y de manera progresiva promoviendo evaluaciones donde y cuando sea posible. En la medida que logremos éxitos tempranos, habrá cada vez más formuladores dispuestos a arriesgarse a aprender.