Daniel Ortega
Director de evaluación de impacto en CAF -banco de desarrollo de América Latina
Es inherente a nuestra naturaleza derivar satisfacción no solo de nuestro propio bienestar, sino de la forma cómo nos vemos con respecto a otros: mensajes que muestran que nos atrasamos más que nuestros vecinos en el pago del servicio eléctrico nos inducen a pagar antes, y la información sobre dónde nos ubicamos en la distribución del ingreso altera nuestra opinión sobre impuestos redistributivos. Cuando el objeto del deseo de un niño es lo que sea que tiene en sus manos su hermanito, vemos la expresión instintiva de que nuestro bienestar lo percibimos no solo a partir de nuestras propias sensaciones, sino también en comparación con algún grupo de referencia, cercano o lejano socialmente. Es natural que la amplitud de las brechas sociales tenga consecuencias sobre la forma como las personas perciben su propio bienestar, y por ende sobre sus decisiones de oferta laboral o de participación política.
Desde principios de la década de los 90 hasta principios de los 2000 la desigualdad en América Latina aumentó, luego se redujo hasta alrededor de 2013 y desde entonces se ha mantenido más o menos estable (Lustig, 2020a). A pesar de estas fluctuaciones, la región sigue encabezando la desigualdad global. Cuando se tiene en cuenta que en las encuestas de hogares, fuente habitual para los estudios sobre desigualdad, no suele incluirse a las personas con ingresos muy altos y menos aún a las personas con ingresos no laborales considerables (Lustig, 2020b), y se intenta corregir el cálculo para incluirlos, los niveles de desigualdad son aún más elevados: el 1% más rico de la población percibe alrededor del 25% del total del ingreso nacional en nuestra región.
Así como en el caso de las percepciones de inseguridad, donde lo que importa no es el nivel de crimen sino el cambio en el nivel de crimen (un homicidio en una comunidad que no ha visto tal cosa en mucho tiempo causará mucho más revuelo que dos homicidios en otra comunidad donde ésta es una ocurrencia normal), es posible que el visible descontento con las brechas entre ricos y pobres, que ha detonado las protestas sociales que se han visto recientemente en países como Colombia y Chile, estén vinculadas al estancamiento de la desigualdad, luego de un período de mejoras, y no a la desigualdad en sí misma. La desigualdad elevada y persistente es casi sinónimo de desigualdad de oportunidades, y el estancamiento de la reducción de la desigualdad observado a partir de 2013 puede haber dado lugar a la frustración de la ciudadanía que había visto mejorar sus posibilidades de progreso durante la primera década de los 2000. Esto subraya la importancia de la agenda de inclusión no solo para la estabilidad de la región sino para sus posibilidades de desarrollo de largo plazo.
El desarrollo de instituciones confiables que faciliten tomar decisiones colectivas y dirimir conflictos, al mismo tiempo que dejan espacio para la creatividad e iniciativa individual requiere un balance delicado entre el poder del Estado y el poder la sociedad: por una parte el Estado debe ser lo suficientemente fuerte como para hacer cumplir las normas, definir mecanismos confiables y estables de toma de decisiones que afectan al colectivo, y por otra parte, ese Estado no debe oprimir a la ciudadanía al punto de asfixiar la inventiva y emprendimiento. Si graficáramos el poder del Estado contra el poder de la ciudadanía, una línea de 45 grados describiría la igualdad de poder entre ambos, entonces se ha sugerido (Acemoglu y Robinson, 2020) que la senda de la prosperidad y libertad es el espacio, no muy amplio, alrededor de esa línea de igualdad, donde un estado más complejo y poderoso es contrarrestado por una sociedad mejor organizada y empoderada. Los desbalances extremos nos llevan a la autocracia por un lado o al desorden total por el otro.
El poder del Estado es en muchos casos un eufemismo para el poder de una élite, de tal manera que la calidad de las instituciones resultantes de la tensión entre Estado y ciudadanía guarda una relación cercana con los mecanismos de distribución del ingreso y la riqueza entre las élites y el resto. Una ciudadanía excluida y frustrada por la imposibilidad de progresar no puede aportar toda su capacidad e inventiva al proceso creativo de la sociedad, y en un sentido amplio no goza realmente de una vida libre (Sen, 1999). Al mismo tiempo, las élites son necesarias para viabilizar la toma de decisiones colectivas.
En los últimos meses hemos visto un esfuerzo importante por parte del gobierno de los Estados Unidos por impulsar una agenda de políticas e inversiones públicas orientada a reducir la desigualdad. Las subidas de impuestos y la mayor provisión pública de seguridad social, aumentan el tamaño del Estado, pero de una forma que busca empoderar más a la ciudadanía, dándole mayores capacidades para desarrollarse y participar plenamente. De tal manera que la apuesta es que el aumento en el “poder” del Estado más que se compense con el mayor poder de la ciudadanía.
Pero el diablo está en los detalles. La reforma fiscal propuesta y rechazada en Colombia hace unos meses tenía una vocación incluyente, con aumentos de impuestos generalmente progresivos destinados a mantener un gasto social mayor. Sin embargo, las protestas violentas continuaron mucho después de que el proyecto de ley fuese fue retirado. La intención del gobierno se encontró con un campo político minado de imposibles. En Perú, las heridas de la desigualdad y la segregación históricas se dejaron ver una vez más en el pasado ciclo electoral y, conscientes de los riesgos de radicalización, esperamos que el nuevo gobierno logre mover el balance para transitar una senda de inclusión, sostenibilidad y libertad.