Andrea Jaimes
Este blog está escrito por Andrea Jaimes en colaboración de Luciana Fainstain.
Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de Naciones Unidas (CEPAL) las mujeres en la región se responsabilizan de dos tercios del total de la carga de trabajo dentro del hogar, mientras que los hombres lo hacen del tercio restante.
Con un promedio de 9 horas y 22 minutos al día más que los hombres dedicadas al trabajo doméstico no remunerado, que incluye todo lo referente a las tareas del hogar además del cuidado de los niños, niñas, personas mayores, y eventualmente otros adultos enfermos, temporalmente dependientes o con discapacidad, es inevitable pensar en cómo esto afecta a los demás espacios de sus vidas.
En particular, la sobrecarga de trabajo doméstico no remunerado tiene dos impactos. El primero, la disminución de su capacidad de autocuidado, lo que afecta su salud y su autoestima. El segundo, la baja capacidad relativa de generar ingresos económicos por la limitación de tiempo para trabajar remuneradamente, para capacitarse y desarrollar sus habilidades y mejorar su empleabilidad, lo que a su vez afecta su autonomía económica presente y futura y, nuevamente, refuerza su dependencia. No ha de sorprender, pues, que sea más frecuente entre las mujeres la inseguridad alimentaria. Mucho menos si a esa falta de autonomías sumamos las que derivan de su exposición a la violencia de género.
Precisamente, si bien nuestra región es diversa y desigual en muchos sentidos tiene una característica que la hace homogénea: la alta prevalencia de violencias contra las mujeres. Nuestras cifras de feminicidios son muy elocuentes al respecto: los datos de CEPAL, indican que 4.640 mujeres fueron víctimas de feminicidio en 2019 en la región, siendo Honduras, El Salvador, República Dominicana y Bolivia los que presentan las tasas más altas. Sólo en América Latina y el Caribe, se encuentran 14 de los 25 países con mayor número de feminicidios en el mundo.
Pero aún en esas difíciles condiciones para sostener una familia, un importante número de mujeres debe hacerlo sola. Según cifras del Banco Mundial en los diferentes países de la región entre 20% y 25% de los hogares, - tienen como jefa de hogar a una mujer, quien es responsable de proveer y de cuidar, y que por tanto dispone de poco tiempo para trabajar remuneradamente. Sus fuentes de ingresos terminan siendo poco estables y lucrativas. Un ingreso económico bajo es un importante factor de perpetuación de la pobreza y aumenta el riesgo y la vulnerabilidad social de los niños y niñas menores de 5 años que muy frecuentemente son parte de esos hogares.
En relación con la seguridad alimentaria y nutrición, según el último reporte de la FAO, se estima que a nivel global 1 de cada 3 mujeres en edad reproductiva sufre de anemia. A su vez, padecen un 11% más de inseguridad alimentaria moderada y severa que los hombres a nivel global, sobre todo en un contexto de pandemia donde esta brecha de género ha aumentado considerablemente. (SOFI 2021, pp22)[1]
Latinoamérica y el Caribe es la segunda región con mayor prevalencia de inseguridad alimentaria tanto moderada como severa a nivel global; además, es la que cuenta con una mayor brecha de género. La inseguridad alimentaria en LAC ha tenido un incremento general entre el 2019 y el 2020, y al mismo tiempo un incremento de 6 puntos porcentuales (pp) de la brecha entre hombres y mujeres (24% en el 2019 y 30% en el 2020), siendo mayor que la global de 4 pp para el mismo periodo. (SOFI, 2021)
Todo lo antedicho se conjuga para plantear un enorme reto al progreso de nuestra región, en particular, al bienestar y desarrollo de nuestros niños y niñas. Sabemos que el estado nutricional y el bienestar físico y socioemocional de las embarazadas y lactantes es un factor determinante para el adecuado desarrollo infantil. También nos consta que no solamente la salud y nutrición de la madre repercuten en la nutrición y el desarrollo infantil de forma directa, si no que el acceso de las mujeres a trabajos dignos y bien remunerados determina en muchos hogares – sean monoparentales o de doble ingreso – la posibilidad de cubrir las necesidades básicas y de garantizar un entorno seguro y afectivo que propicie un adecuado bienestar físico, emocional y social de la mujer y por tanto, de sus hijos. Si a ello sumamos que, sin importar el tipo de hogar, nuestras sociedades han asignado a las mujeres la responsabilidad casi absoluta sobre los cuidados hacia la primera infancia, no parecería posible pensar en la salud infantil sin pensar también en la salud de las mujeres.
A pesar de esa constatación la mayor parte de los programas de salud pública orientados a niños y niñas tradicionalmente apuntan al “binomio madre-niño” como su grupo objetivo, sin integrar prácticamente el bienestar materno.
Ahora bien, si sabemos que el bienestar de la madre tiene impacto en el desarrollo infantil a través de su propio cuerpo, del cuidado que ejerce sobre los niños pequeños y además, a través de la economía del hogar, no podemos dejar de preguntarnos, ¿por qué se siguen formulando programas para el desarrollo de la primera infancia únicamente basados en las necesidades inmediatas del niño o niña? Involucrar a la madre desde la toma de decisiones en políticas y programas de salud, puede traer grandes beneficios para ellas y también, para los infantes.
Al adoptar la premisa que ha sido tendencia dentro de las recomendaciones para la implementación de políticas de salud materna infantiles, el denominado “cuidado cariñoso y sensible”, desarrollado por la OMS y UNICEF en el 2018, las orientaciones de política pueden dar un giro en este sentido.
Este establece que, si las/los cuidadores del niño o niña tienen bienestar físico, mental y socioemocional, aseguramos un cuidado oportuno y creamos un entorno seguro que cubra las necesidades del niño pequeño en materia de buena salud, nutrición óptima, protección y seguridad, oportunidades para el aprendizaje temprano y atención receptiva.
De acá la importancia de incluir a la madre como principal actor en los programas de salud, nutrición y alimentación. Pero ello no basta con transformar sus realidades y así, las de sus hijos/as; es clave que los proyectos aboguen al mismo tiempo por el cuidado no sólo respetuoso sino compartido, promuevan la creación de redes de cuidado y sostén y contribuyan a instalar el paradigma de la corresponsabilidad en todas sus dimensiones.
Desde CAF, basados en esta filosofía, hemos apoyado varios esfuerzos en los países de la región para mejorar el desarrollo infantil desde una óptica integral e intersectorial y con enfoque de género.