María Carolina Torres
América Latina y el Caribe es reconocida como una región exportadora de productos agropecuarios, desempeñando un rol fundamental en el comercio agrícola internacional. Actualmente, la región responde por el 14% de la producción agrícola mundial y por el 23% de las exportaciones de commodities agrícolas y pesqueras (FAO/OCDE, 2019). Sin embargo, según la FAO, la región registró un aumento de la tasa de subalimentación, la cual pasó de 6,2% en 2013 a 6,5% en 2018, con un total de 42,5 millones de personas subalimentadas. Estas cifras evidencian que no solo los niveles de producción garantizan un acceso a alimentos frescos y nutritivos, sino que este se ve impactado por desaceleraciones económicas y condiciones sociales adversas de los países.
Actualmente, las restricciones impuestas por los gobiernos a causa del COVID-19 y las amenazas de la variabilidad y el cambio climático, inciden en una diversidad de variables económicas y sociales interconectadas entre sí, las cuales incrementan el riesgo de afectación de la Seguridad Alimentaria y Nutricional (SAN), en sus cuatro dimensiones: disponibilidad, acceso, utilización y estabilidad.
A pesar de la pandemia, la región cuenta con suficiente disponibilidad de alimentos para abastecer la demanda interna. Sin embargo, el cambio climático amenaza constantemente al sector agrícola, el cual presentó pérdidas alrededor de 22,000 millones de USD entre 2005 y 2015, debido a desastres ocasionados por fenómenos naturales (FAO 2018). En el Quinto Reporte de Evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático- IPCC (2014), se estima la disminución de la productividad agrícola y de la calidad de los alimentos debido a una serie de factores climáticos que incluyen cambios en las precipitaciones y temperaturas extremas. Aunque el sector agrícola es especialmente vulnerable ante el cambio climático, su impacto puede ser diferente dependiendo del país, del tipo de cultivo y de las capacidades locales de adaptación.
En relación a la dimensión del acceso en el marco de la SAN, el acceso físico a los alimentos dependerá, en parte, de infraestructuras de distribución resistentes a eventos extremos del clima, tales como carreteras, puertos, vías férreas, entre otras. El impacto de la crisis del COVID-19 en el acceso físico es originado por las medidas de restricción de la movilidad (medidas que promueven el distanciamiento social) y protocolos de bioseguridad, que dificultan la recolección y traslado de las cosechas desde el campo a las ciudades, y su distribución a los centros de abasto. Si bien es cierto que actualmente se cuenta con suficiente disponibilidad de alimentos, esto no vale de mucho cuando los canales de transporte y distribución de los productos no cumplen su función y gran cantidad de productos agropecuarios se pierden y desperdician durante su tránsito por la cadena alimentaria. Los países están viviendo esta crítica situación en medio de una pandemia, pero esta experiencia bien podría repetirse a raíz de impactos climáticos que deterioren e inhabiliten las infraestructuras de distribución de alimentos, por lo que debe tomar importancia la inversión en medidas de adaptación de infraestructura al clima.
Adicional al acceso físico, la SAN considera al acceso económico como la capacidad de las personas para comprar alimentos. Debido a las medidas de confinamiento para la prevención del contagio del COVID-19, se ha paralizado gran parte de la actividad económica, lo cual ha elevado la tasa de desempleo y disminuido la capacidad de las empresas para pagar íntegramente los salarios. Esta situación ha afectado principalmente a las personas en condiciones de pobreza, quienes ven limitadas sus posibilidades de adquirir alimentos nutritivos. La situación del desempleo es una de las consecuencias más críticas de la pandemia, la tasa de desempleo estimada por la CEPAL para el 2020 es de 11.5%, cifra que representa 37.7 millones de personas y un aumento de la pobreza. Tanto la crisis actual por la pandemia, como el cambio climático, inciden en la alteración de la cadena de valor de los alimentos, afectando costos de producción, precios en mercados internacionales y nacionales y, por ende, la capacidad de los más pobres para adquirir alimentos nutritivos.
La dimensión de la utilización de la SAN, aborda la utilización biológica de los alimentos y sus nutrientes. Respecto al impacto del cambio climático en esta dimensión, cambios en los patrones de las variables hidroclimatológicas alteran las condiciones de los suelos, lo cual puede llegar a limitar la capacidad de los cultivos para absorber los nutrientes, afectando la oferta de alimentos nutritivos (Harvard, 2019). Asimismo, las variaciones climáticas inciden en la disponibilidad de agua potable y del servicio de saneamiento, indispensables para la salubridad que se requiere en toda la cadena alimenticia, para prevenir enfermedades diarreicas agudas transmitidas por alimentos mal lavados y para cumplir con los hábitos de higiene recomendados para evitar el contagio de COVID-19. Es importante destacar que solo garantizar el acceso al agua potable no es suficiente, pues será necesario su uso adecuado y eficiente por parte de la población.
Respecto al impacto de la pandemia en la dimensión de utilización, este se relaciona con las dificultades económicas para el acceso a alimentos nutritivos, y los cambios que esto ha ocasionado en los hábitos alimenticios. La crisis actual ha dejado a muchas familias sin ingresos y a programas escolares de alimentación suspendidos, lo cual ha originado el aumento en el consumo de alimentos ultraprocesados y carbohidratos, generalmente de menor precio y con amplia disponibilidad.
La cuarta dimensión de la SAN se refiere a la estabilidad del resto de las dimensiones. Esta se puede ver alterada por crisis económicas, inestabilidad política, o por eventos extremos del clima, que alteren los ciclos de producción de los alimentos o disminuyan la capacidad económica para garantizar a la población el acceso a alimentos frescos y nutritivos. Actualmente, la pandemia ha causado la caída de la demanda por parte de los principales importadores de alimentos, tales como China y el resto de los países industrializados, lo cual ha incidido en la caída de los precios de los commodities, generando una menor recepción de divisas por parte de los países exportadores de la región, como por ejemplo Argentina y Brasil.
Según datos del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), el maíz es uno de los productos cuyo precio ha sufrido la tendencia más pronunciada a la baja, pero también han caído los precios de la soja, el azúcar, entre otros. No obstante, el escenario ha sido distinto para productos como el café y el trigo, cuyos precios han presentado una tendencia al alza, debido a compras de pánico por temor a la escasez, pero siempre en medio de una gran volatilidad del mercado.
Sin duda, América Latina y el Caribe se encuentra ante un escenario crítico, donde por efectos del COVID-19 se estima un alza en los niveles de pobreza, desempleo y una contracción del PIB, lo cual alterará la estabilidad de las dimensiones de la SAN, impactadas por dos fenómenos: por un lado, el COVID-19, con una pandemia sin precedentes; por el otro, el cambio climático, ampliamente estudiado por diversos expertos y científicos, ante el cual la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, durante décadas ha llamado a la acción de los países. Esta comparación llama a la reflexión, pues desde hace años se ha recomendado el fortalecimiento de las capacidades adaptativas de los países para enfrentar al cambio climático y los efectos negativos de este sobre la SAN; y ahora, en medio de una crisis inesperada, ha quedado en evidencia que esas capacidades adaptativas, si hubieran sido atendidas, habrían mitigado el impacto de la pandemia en dicho sistema.
La capacidad adaptativa es necesaria para enfrentar cualquier tipo de crisis que implique riesgos para la seguridad alimentaria y nutricional. Esta capacidad va más allá de una solvencia financiera: se trata de invertir en construir fortaleza y resiliencia a partir de medidas que brinden capacidades técnicas a los países y sus instituciones, de manera que se fortalezca la capacidad de resiliencia de cada uno de los eslabones de la cadena alimenticia, desde los sistemas de producción agropecuaria de alimentos frescos y nutritivos, hasta la mesa del consumidor, en un contexto de transparencia y gobernanza efectiva, reduciendo la dependencia de actividades económicas vulnerables y bajo un principio de equidad.