La tarea de mejorar la función pública
Luego de una noche angustiosa e intermitente, Carlos llamó a uno de sus hijos para que lo llevara a un hospital para hacerse la prueba. El malestar de los últimos 4 días y la noche anterior, sólo podía ser el virus. Había decidido aislarse desde que tuvo el primer indicio, y eso calmaba un poco su consciencia, pero lo de esa noche había sido el terror en carne propia. No sé si vio la película de su vida en 5 minutos, pero dejó instrucciones para su hijo por si acaso. Los nervios se temperaban por la confianza en la doctora Iturbe, que le había dicho que en el hospital le atenderían con eficacia y recibiría un trato digno.
Tres horas de espera en un patio justo afuera de la entrada del área donde tenían a los pacientes en peor estado, y muchos “en 10 minutos les atendemos” casi eran suficientes para quebrar el orgullo que hasta entonces le impedía llamar al cuñado de su ex para que por favor lo atendiera en una clínica privada –el seguro desde hace tiempo había dejado de ser tal cosa. Como si fuera necesaria una lección más, en el instante antes de levantarse, se abrieron las puertas de par en par y empezó el anuncio seco del traslado de los restos de quienes habían perdido la pelea contra el virus, incólumes enfermeros en trajes inadecuados movían bolsas como si los familiares suplicantes no existieran. Una despedida breve y enferma, y un dolor contagiado con gotas grandes, de las que no flotan en el aire.
“Menos mal que María está en Canadá”, pensaba Carlos al final del día, ya en su casa, aislado, con diagnóstico y tratamiento. El dolor punzante de la tragedia humana de un sistema de salud inoperante lo inquietaba más aún que la escasez de aire. Nunca se imaginó que la realidad era tan precaria, y saber que es la que le toca a casi todos sería la cafeína de esa noche.
La cotidianidad en América Latina obliga a pensar en la posibilidad de una realidad diferente, una realidad en la que las instituciones públicas sean capaces de proveer los servicios que están llamadas a ofrecer de manera adecuada, eficaz y justa. ¿Cómo cambiar el quehacer de la función pública para que sea el que el ciudadano necesita? ¿Cuál es la clave para mejorar el funcionamiento del Estado? ¿De dónde partimos para entender las cosas que hay que cambiar? ¿Es posible ir más allá de las explicaciones basadas en la corrupción o en la captura del sistema político?
Nos propusimos justo esta idea y decidimos preguntarle al funcionario público de la región, en todos los países, niveles de gobierno y ramas del estado, que nos diera su impresión sobre cómo se toman decisiones en el sector público, ¿qué peso tiene la ciencia o el conocimiento científico en la toma de decisiones? ¿Y la política o los intereses de ciertos grupos? ¿Qué tal la inercia institucional? ¿Hay otros factores importantes? Nos respondieron 2.160 personas en 14 países, y nos ofrecieron una imagen familiar. El funcionario público profesional típico manifestó que casi el 70% de las decisiones se toman por criterios políticos, por inercia institucional o simplemente según criterio personal de jefe del momento. En menos del 3 de cada 10 de las veces prevalece un criterio científico o técnico.
Los números son consistentes con la experiencia del servicio público para muchos latinoamericanos, pero según los propios protagonistas, ¿qué impide que las cosas se hagan de una manera diferente? ¿Qué impide que ese líder que emerge de vez en cuando logre cambiar las malas prácticas? ¿Por qué los propios funcionarios profesionales encuentran dificultades para movilizar cambios? Cuatro de cada diez veces, el problema tiene que ver con las personas: las condiciones laborales en el sector público hacen que en muchos casos sea difícil reclutar a las personas idóneas para las posiciones, y cuando se logra, duran poco tiempo, con lo que su experticia se pierde y la institución se queda atascada en la curva de aprendizaje. El funcionario público reconoce que el problema primordial es captar, retener y mantener feliz y creativo a quien ejerce la función pública. Y no hace falta hurgar mucho para ver las marcas de la frustración, la rabia y la indolencia en funcionarios que ejercen de forma cruel su pequeña parcela de autoridad sobre el ciudadano.
Las instituciones públicas con funcionarios satisfechos con su esquema de remuneración y proyección profesional, con apoyo para capacitarse y donde hay una cultura de transparencia de la información sobre la gestión y sobre evaluaciones que se hagan de ella, son las instituciones donde los elementos técnicos o científicos terminan teniendo un peso más importante que los políticos o inerciales. Así lo muestran los datos. Tenemos experiencias en la región donde la gestión de los recursos públicos la hacen personas satisfechas con lo que hacen, que aportan ideas y que comparten su conocimiento al interior y hacia fuera de la institución. Esto es lo que podemos aspirar para nuestras policías, nuestros servicios de salud, de educación, de asistencia social, impuestos, etcétera. Muchas veces la pregunta será ¿por dónde empezar cuando ya la institución funciona mal?
Un dato que es fácil de olvidar en medio de la frustración de la batalla con el mal servicio y el mal funcionamiento de muchas de nuestras instituciones, es que la gran mayoría de los servidores públicos se iniciaron en ello por un deseo genuino de contribuir al bien común, de dedicar su trabajo a servir a los demás; por vocación, no por ambición. Rescatar esta ilusión por el servicio público posible es una de las grandes tareas de la gestión pública moderna, con trabajadores felices y reconocidos tanto laboral como socialmente, donde puedan no solo poner su mejor esfuerzo en entregar lo que se espera de ellos, sino en estimular la búsqueda de mejores procesos, mayor rendición de cuentas a la ciudadanía y en última instancia también mayor bienestar para todos, puesto que por el futuro previsible, el funcionamiento del Estado seguirá siendo el mayor lastre o el mayor motor del desarrollo.
En el sistema de salud que recibió a Carlos, imaginemos que un grupo de profesionales decidiera mejorar el sistema de información sobre los insumos médicos con los que se dota a cada hospital, haciéndolo público y visible para los trabajadores y para las comunidades; además, que fomentaran la creación de grupos de trabajo para hacerle seguimiento al uso de los insumos y de buscar formas de utilizar los recursos de manera más eficiente, generando una competencia sana entre centros de salud por tener los mejores indicadores de eficiencia. Con ello ayudar a mejorar la asignación de recursos para mantenimiento de infraestructuras, insumos y personal, canalizando también de manera transparente el uso de donativos privados y publicando periódicamente indicadores de calidad de la prestación de servicios. Hay evidencia de que en países de ingresos medios y bajos, promover mecanismos de participación, inclusión, transparencia y rendición de cuentas en servicios de primera línea (como los de salud) mejoran el acceso y la calidad de los servicios así como ciertos indicadores de salud en las comunidades atendidas, sobre todo cuando estas iniciativas tienen el apoyo u originan en los propios prestadores de servicios.
La captura del sistema se haría muy difícil gracias al dominio de la excelencia y a los contrapesos provistos por la participación de muchos en competencia sana, de esto también hay evidencia. Se lograría captar más recursos para compensar adecuadamente a los trabajadores y en 10 o 15 años el sistema de salud podría mostrar indicadores de desempeño similares al promedio de los países ricos.
Las instituciones no siempre requieren la acción de un gran liderazgo que las ponga en una senda de cambio, las instituciones pueden cambiar gradualmente a partir de un estímulo positivo, así sea pequeño. Esta conversación a través de números con cientos de funcionarios de toda la región nos sugiere que tales cambios son posibles, y que pueden encontrar una bienvenida mayor de la que se sospecha por parte de funcionarios públicos, que en muchos casos atesoran una cualidad esencial de su trabajo: servir.