Miradas que incluyen
¿Cómo percibimos y vivimos nuestra ciudad? ¿Cuáles aspectos de ella nos alegran, enorgullecen, nos son indiferentes o bien nos provocan fastidio o hastío? ¿Qué nos impulsa a dejarla o querer vivir en ella por un tiempo o para siempre?
Las respuestas seguramente son múltiples porque su formulación está condicionada por numerosos factores. Entre ellos, por la calidad y cantidad de las oportunidades ofrecidas por la ciudad a las que accedemos y la facilidad para hacerlo. Adicionalmente tendemos a generalizar una valoración de la ciudad a partir de nuestra experiencia particular. Solemos vivir apenas fragmentos de ella y con esos fragmentos construimos y asimilamos la idea de nuestra ciudad.
A lo largo de los días, semanas y meses, repetimos recorridos y frecuentamos los mismos sitios para trabajar, consumir, recrearnos, llevar a las niñas y los niños a la escuela y, en ese devenir, configuramos una idea parcial de ciudad que se alimenta de la mayor o menor dificultad para cubrir estas demandas, de las relaciones sociales que construimos y, también, de las repetidas imágenes de sus fachadas, edificios, parques y plazas, entre otros íconos urbanos, que observamos a diario. Esa asimilación parcial de nuestra ciudad, en muchos casos, dificulta la identificación de un paisaje urbano más completo, configurado por miles de calles, edificios y plazas que no vemos o frecuentamos, pero fundamentalmente, nos dificulta el reconocimiento de otras formas de vida, con necesidades y manifestaciones sociales diferentes.
Esta visión fragmentada puede ser una barrera para sensibilizarnos sobre esas diferentes necesidades y aspiraciones que las personas que habitan una ciudad requieren satisfacer, pero, sobre todo, para pensar la ciudad como un espacio donde debe confluir la diversidad, la sana convivencia comunitaria y la prosperidad para todos. Una planificación urbana inclusiva debe tener muy presente estas diferencias y una buena gestión urbana debe trabajar sostenidamente con la comunidad para ampliar su mirada sobre cada una de ellas.
En muchas de nuestras ciudades, las múltiples miradas y percepciones de las personas que la habitan pueden constituir fuentes de creatividad y de innovación, aspectos fundamentales para la vitalidad y el crecimiento social y económico. Sin embargo, también pueden reforzar la exclusión social si esas miradas resultan de un uso diferente para el cual fueron concebidos estos componentes. Este uso lo realiza la persona que recoge cartones a diario y percibe las calles como proveedora de insumos y no como espacios públicos para la comunicación e integración; la realiza el niño que mendiga en las esquinas más transitadas, porque las concibe principalmente como fuente de ingresos para su familia y no como espacios de tránsito, conectividad o esparcimiento; la realiza una persona en silla de ruedas que mira la ciudad como una sucesión de obstáculos a vencer a diario y no como un territorio para la vida plena, el trabajo y la recreación; la realiza un adulto mayor cuando el sistema de movilidad le impide desplazarse de manera cómoda y segura para atender sus demandas; la realiza un inmigrante o aquella persona perteneciente a una etnia específica, cuando el mercado laboral local le expone los prejuicios que impiden su acceso con igualdad de derechos y oportunidades.
La conciencia personal y comunitaria sobre estas diferencias, alienta una identificación más certera de las múltiples barreas urbanas que impiden que todas las personas disfruten de manera plena de las oportunidades que existen o deberían existir en todas las ciudades. Si bien en términos de cantidad, las personas de los estratos socio económicos más bajos suelen ser las más afectadas por estas barreras, -barreas que, por otro lado, condicionan su percepción sobre el tipo de ciudad en la que viven- también existen barreras específicas en las ciudades para aquellas personas excluidas por su condición de género, sexo, edad, etnia, nacionalidad, religión o capacidades físicas e intelectuales diferentes.
Una planificación y diseño urbano moderno debe contemplar todas estos obstáculos y miradas. A partir de ese reconocimiento, la ciudad puede enriquecerse y volverse un verdadero espacio para la diversidad, ofreciendo, entre otros aspectos, espacios seguros para las actividades de cuidado infantil y de adultos mayores; el equipamiento y las instalaciones adecuadas como señales acústicas para caminar o rampas para el acceso cómodo y seguro a parques, plazas, aceras, edificios públicos para personas con capacidades físicas diferentes, adultos mayores y niños; vecindarios más ecológicos y seguros para todos los ciudadanos, priorizando aquellos lugares más expuestos a ambientes contaminados; espacios cercanos seguros y alegres para que niñas y niños jueguen en lugares adecuados y sin necesidad de realizar grandes desplazamientos; servicios personalizados para migrantes de otros países para convertirlos en ciudadanos plenos; espacios adecuados y seguros para las diferentes prácticas religiosas y manifestaciones culturales; la integración y la utilización segura de las comunidades LGBT+ a todos los espacios y servicios de la ciudad, entre otras medidas.
Un urbanismo inclusivo requiere contemplar todas estas diferencias y pensar soluciones urbanas capaces de atenderlas de manera sostenida en el tiempo. Una ciudad con futuro debe hacer propia esas múltiples miradas, y trabajar para expandir su alcance a todas las personas que habitan la ciudad con el propósito de alimentar una identidad compartida, que debe ser reconocida y construida, precisamente, a partir de esas diferencias.