¿Podría el COVID-19 “contagiar” la agenda de reformas económicas en Brasil?
El COVID-19 ha impactado con fuerza al territorio brasileño, reorientando la atención de todos actores políticos hacia el combate de la pandemia. El Ejecutivo Nacional ha tenido que dividir esfuerzos entre la prestación de asistencia a la emergencia sanitaria y la implementación de medidas económicas compensatorias para los sectores más vulnerables a esta coyuntura.
Por el lado sanitario, la tarea no ha resultado nada sencilla. El virus se ha propagado aceleradamente por todo el país. En las últimas semanas, Brasil se ha convertido en el segundo país con mayor cantidad de nuevos casos de COVID-19 en el mundo, acumulando casi dos millones de personas contagiadas y, lamentablemente, más de 70 mil fallecidos desde la aparición del virus a finales de febrero. Todo ello con el agravante del congestionamiento progresivo del sistema de cobertura hospitalaria. A la fecha de escribir esta nota, 15 de los 27 estados federales reportaban al menos 70% de ocupación en las unidades de cuidados intensivos, lo que enciende las alarmas de atención para las autoridades en todos los niveles de gobierno.
Por lado económico, si bien la respuesta de política ha sido contundente, habiendo anunciado el equipo de económico masivos programas de estímulos fiscales y monetarios, la efectividad de varios de sus instrumentos se ha visto condicionada por la complejidad del tejido productivo del país, con una alta tasa de informalidad, baja penetración bancaria en la economía (especialmente en el segmento más impactado por la crisis como las pequeñas y micro empresas), así como una elevada población desocupada al momento de estallar la crisis.
Sin lugar a duda, enfrentar estos “nuevos desafíos” debe ser la prioridad en la agenda de trabajo de las autoridades a corto plazo; sin embargo, la postergación de los “viejos desafíos”, aquellos que venían adelantándose previo a la crisis, no reduce su importancia ni mucho menos los hace desaparecer.
Antes de la llegada del COVID-19, Brasil estaba avanzando en una ambiciosa agenda de reformas estructurales, conducentes a reequilibrar de manera sostenida las finanzas públicas y destrabar los crónicos problemas para el aumento de su productividad. Desde 2016, y mediante laboriosos consensos políticos, las propuestas reformistas del Ejecutivo comenzaron a convalidarse gradualmente en el Congreso Nacional. Así, fueron aprobadas la ley de control presupuestario o Ley de Techo de Gastos (2016), la reforma del mercado laboral (2017) y la reforma del sistema previsional (2019).
Estos avances tuvieron un temprano impacto en variables económicas fundamentales. A partir de 2017, la trayectoria del gasto público se estabilizó en términos del PIB, el déficit púbico escalado por el PIB comenzó a reducirse, mientras que la percepción de riesgo soberano se redujo, llegando incluso a ubicarse en niveles similares a los observados durante el período de grado de inversión (2009-2015). Estas mejoras en el panorama fiscal, y el compromiso gubernamental con las reformas, repercutieron en la dinámica inflacionaria, contribuyendo al re-anclaje de las expectativas sobre el sistema de metas de inflación.
Sin embargo, las reformas no lograron empujar la economía hacia las tasas de crecimiento que se espera de un país con las dotaciones naturales, demográficas y territoriales como Brasil. Desde 2013, el PIB apenas ha crecido 0,1% en promedio anual. Antes de la llegada del COVID-19, el PIB per cápita no había logrado recuperar los niveles observado previo de la recesión de 2015-2016. Las tasas de desempleo han oscilado en niveles muy altos, manteniéndose por encima de 10% desde comienzos de 2017.
Este bajo crecimiento económico obedece a problemas estructurales. En las últimas décadas, la economía viene mostrando reducidas ganancias de productividad prácticamente en todos sus sectores, manteniendo grandes brechas con las economías avanzadas. Además, las tasas de inversión resultan muy bajas para los patrones observados en economías emergentes con PIB similares a Brasil, lo que incide en las deficiencias de infraestructura, especialmente de transporte y saneamiento.
Hasta su abrupta suspensión por la llegada del COVID-19, las reformas se encontraban focalizadas, precisamente, en crear las condiciones para que la economía superase estos desafíos fundamentales, retos que incluso pudieran amplificarse con las secuelas de la actual crisis económica.
Aunque la prioridad inmediata debe enfocarse en atender la difícil coyuntura generada por la pandemia, la agenda de reformas estructurales debe continuar. No obstante, entendemos que su configuración tendrá que ser revisada para garantizar una conclusión exitosa, ajustándola al nuevo orden de demandas que impondrá la realidad poscrisis. Así, muchos de los temas que quedaron en trámite, como la apertura comercial o el plan de privatizaciones, deberán aguardar un poco, hasta que vuelva a constituirse una amplia base de consensos políticos.
Sin embrago, aún hay espacio para avanzar en otros asuntos críticos. Uno de ellos es la reforma tributaria, tomando en cuenta que su propósito no apunta hacia un aumento de la carga impositiva sino a la creación de un marco tributario más simple y transparente, que facilite la gestión de los negocios, disminuya los incentivos a la informalidad y, en definitiva, contribuya a mejorar la productividad de la economía. Con similar importancia se encontraría la reforma administrativa, la cual debería corregir las distorsiones que pesan sobre el servicio civil, redimensionando los incentivos sobre el desempeño laboral y el esquema de remuneración del funcionariado público, que genera pesadas e inflexibles cargas presupuestales. Estos cambios deberían redundar en la calidad de los servicios públicos prestados y el bienestar de la sociedad.
En definitiva, el país se encuentra frente a otra desafiante y compleja coyuntura. Los actores políticos tienen la difícil tarea de compartir la atención entre las demandas que exige la crisis del COVID-19 y continuar la impostergable agenda de reformas estructurales.