Una crisis como ninguna otra
La palabra crisis en América Latina solemos asociarla con colapsos en el crecimiento producto de la acumulación de desbalances macro financieros.
Estos desbalances culminaban en defaults de la deuda con la consecuente perdida del acceso financiamiento internacional, en crisis bancarias domésticas a las que seguía un fuerte racionamiento del crédito y largos procesos de desapalancamiento, en grandes ajustes cambiarios o en procesos hiperinflacionarios.
Estas crisis conllevan a pérdidas de ingresos sustanciales. Algunos países de la región han demorado décadas en recuperar los niveles de ingreso previos a la crisis, como fue el caso de las hiperinflaciones de la década de los 80, o de las crisis bancarias o gemelas de los 90.
Pero a pesar de haber sumido a la región en una contracción económica sin precedentes, la crisis económica derivada de la pandemia del Covid-19 difiere de estos episodios en varios aspectos.
El más importante es que la crisis no se origina de problemas de sostenibilidad macro fiscal o financiera en la mayoría de los países de la región, sino en un problema de origen sanitario y como este fenómeno condiciona la actividad económica.
En promedio, se espera que la región recupere los niveles de Producto Interno Bruto que tenía en 2019 hacia 2022, aunque con mucha dispersión entre países. Algunas de las economías de la región ya habrían alcanzado los niveles de PIB previos a la pandemia. Destaca el caso de Brasil, pero también de economías más pequeñas como Paraguay y República Dominicana. Chile también estaría próximo a recuperar los niveles de producto pre-crisis. El resto de las economías tendría una trayectoria de recuperación algo más lenta.
Varios aspectos marcan la diferencia.
En primer lugar, la recuperación de la economía global favorecerá el resurgimiento de la actividad en la región. El comercio global y los precios de las materias primas superan los niveles previos a la crisis y la mayoría de los países de la región mantiene el acceso al financiamiento externo, en contraste con la crisis de los 80, por ejemplo.
En segundo lugar, las hojas de balance de los bancos domésticos han permanecido sólidas, con lo cual el crédito doméstico seguirá cumpliendo un rol contracíclico, a diferencia de las crisis bancarias de los 90. Esto de la mano de las políticas monetarias expansivas, en la medida en que la inflación sigue bajo control en la mayoría de los países de la región, gracias a la mayor solidez y credibilidad de las instituciones monetarias domésticas.
En tercer lugar, los hogares acumularon ahorros durante le crisis, parte de los cuales servirán para apuntalar el consumo una vez que las economías se abran.
Sin embargo, la necesidad de recuperar la sostenibilidad de las cuentas públicas a mediano plazo podría pesar sobre el crecimiento futuro de la región, particularmente en países que acumulaban altos niveles de endeudamiento antes de la crisis. Pero nada similar a los abruptos ajustes en la demanda derivados de las crisis de balanza de pagos o de la deuda, para la mayoría de los países de la región.
De modo que más tarde o más temprano, dependiendo de la evolución de la pandemia, las aguas volverán más o menos a su cauce.
Sin duda, la recuperación será más lenta que economías avanzadas que superarán la pandemia este año, como el caso de EEUU, porque la región está lejos de dejar atrás la emergencia sanitaria aún.
Los procesos de vacunación avanzan de manera lenta, salvo en Chile y Uruguay, lo cual dificulta la reapertura plena de las economías y, por ende, la recuperación del empleo.
Y mientras más se prolongue la pandemia, la probabilidad de cicatrices más permanentes aumenta, por las pérdidas de capital humano mientras la gente permanezca más tiempo desempleada o en situación de informalidad y por el cierre permanente de empresas.
El problema es que para América Latina volver a los niveles de ingreso o incluso a la tendencia de crecimiento previo a la crisis, en el mejor de los casos, no es un resultado para lanzar cohetes.
Desde 2015, el debilitamiento de la actividad en la región había minado el proceso de convergencia hacia niveles de ingreso per cápita más elevados y detenido el proceso de reducción de pobreza en la región y mejoras en la equidad.
El descontento frente a este estancamiento posiblemente formó parte de los componentes que alimentó la ola de protestas que sacudió a la región en 2019.
Volver a la situación previa a la crisis resultará insuficiente para una mejora sustancial en las condiciones de vida de los ciudadanos en la región.
Es entonces necesario impulsar reformas estructurales tendientes apuntalar el crecimiento y fortalecer las redes de protección social, cuya debilidad se hizo más que evidente durante la pandemia.
Se requerirán mejoras en la institucionalidad fiscal, para garantizar el financiamiento sostenible del gasto social y del gasto infraestructura económica, evitando un retiro prematuro de los estímulos fiscales. Dependiendo de la situación de los países, esto implicará la revisión de los sistemas tributarios, pensionales y de transferencias.
Para elevar la productividad y potencial de crecimiento de la región deberá procurarse una reasignación eficiente de los recursos productivos que quedaron ociosos durante la pandemia hacia la formalidad y hacia actividades de más rápido crecimiento.
Para ello será clave profundizar la integración comercial en la región y la inserción de las empresas, especialmente las Pymes, en el comercio internacional, inversión en infraestructuras logística y digital, programas de entrenamiento que faciliten la reincorporación de los trabajadores cesanteados y fortalecer el acceso al crédito.
El resurgimiento de las protestas no se ha hecho esperar, lo cual hace más apremiante estos cambios. El problema es que en entornos políticos polarizados y fragmentados será cuesta arriba alcanzar los consensos necesarios para adelantar las reformas pertinentes para lograr sociedades más productivas y equitativas.
Es este, quizás, uno de los mayores riesgos que enfrentará la región en los próximos años.